MAIKEL BENÍTEZ Y LAS ANTÍPODAS DE LA LUZ
Por Fidel Gómez Güell
¿Cómo sería encontrarse con un haz de luz auténtica cuando se ha vivido
por mucho tiempo en una habitación oscura? ¿Cómo se pueden comprender las
dimensiones de la libertad cuando se ha estado cautivo en una prisión de agua,
cuyos barrotes fueron las ideas más ambiguas del siglo XX? ¿Puede un autor, o
su obra estar preparada para esto; puede alguien, podría
usted?
Maikel Benítez lo tiene
que descifrar todos los días. Lo hace sin una fórmula, sin un manual. Lo hace
de la única forma que encontró para salir a flote de una isla inolvidable que
se hundía en el caribe llevándose a muchos de sus hijos hasta el fondo del
océano.
Su pintura es su chaleco
salvavidas. Lo ha sido siempre; desde que comenzó a salpicar los primeros
lienzos con pigmentos que recuerdan la densidad insoportable del mediodía en el
trópico. Maikel lo sabe, y se aferra al pincel como si detrás de sí mismo hubiera
un abismo enorme, como si esa fuera su única rama al borde de un desfiladero.
Construir cuadros es su
manera de entender (y cambiar) el mundo, por eso gran parte de su obra es un
portal hacia las escenas más improbables o cotidianas de la insularidad y a
veces las dos cosas al mismo tiempo, porque Maikel es cubano, obviamente. Por
eso ha estado siempre siguiendo la luz, en una suerte de persecución implacable,
como deben ser todas las persecuciones cuando en ello te va la vida.
Cuando pintaba entre las
callejuelas de la Habana Vieja para ganarse el pan que le negaba el zarpazo
totalitario que desgarraba su ciudad, esa luz casi lo mata; lo hirió varias
veces despiadadamente, lo arrastró por las calles adoquinadas y lo alzó sobre
las cúpulas grises que se tambaleaban amenazantes sobre las cabezas de sus
hermanos. A veces se filtraba entre los vitrales que cuelgan de los edificios
destruidos por la sal y lo golpeaba en la frente, unos días como un látigo,
otros como un beso de mujer fogosa. Ha sido siempre una pelea a muerte, por eso
Maikel supo que debía atraparla, golpearla, besarla y lanzarla sin piedad sobre
sus lienzos. Así es como su obra está indisolublemente ligada al destino de la
luz y su viaje efímero por sus pupilas.
Lo Formal
Cuando nos adentramos en
su universo estético y exploramos con detenimiento los orígenes de sus trazos y
sus manchas, se advierte un sinuoso camino al frente que nos conduce a Europa,
a las fuentes donde también bebieron sus maestros.
Por tanto no me gustaría hablarles de influencias en su obra, al menos no
en el sentido tradicional del término, sino de “confluencias”. En la obra de Maikel
confluyen el legado de varios autores y tendencias inscritas dentro de lo que
entendemos como la gran corriente histórica y cultural del occidente nuestro.
Los maestros del barroco, los audaces impresionistas del siglo XIX y el
depurado estilo de los academicistas rusos son solo algunos ejemplos. Estas, referencias
son imprescindibles para apreciar conscientemente los aspectos formales de su
obra, las manchas heredadas con la devoción de un discípulo renacentista.
Por esta razón afloran en sus retratos los contrastes deliberadamente enérgicos,
las sombras profundas, el carácter de una mancha que cae en su lugar preciso
sin que nadie hubiera podido advertirlo, elementos logrados mediante una
fortaleza espontánea en su pincelada a veces cautelosa, a veces arrebatada a la
sobriedad y la compostura, como si vivieran en su cabeza un joven albañil que
lanza áridos a una pared de ladrillos mientras escucha un insoportable tema de Punk y un cirujano preciso que sabe cuál
arteria tiene que abrir y en qué momento. Maikel es ese tipo de artista que
lleva la academia en el pecho y la calle
en las heridas de la espalda. Esas heridas como marcas de guerra que, a pesar
de sus 34 años, lo elevan al estatus de veterano
en este asunto de existir a través del arte.
El estudio visual de las atmósferas y los elementos socioculturales que
rodean al individuo, la inmersión en la esfera psicológica de cada uno de sus
modelos, siempre desde la dimensión estética, le confieren a su trabajo un alcance
cultural que trasciende el ámbito del arte puro
para situarse en el lindero entre lo sociológico, lo político y el hecho
artístico. Basta con estudiar detenidamente sus series de rostros y retratos.
Rostros que son historias
Sus rostros, son el testimonio
condensado de las muchas realidades que se superponen en la sociedad que le
imprimió una visión del mundo como un campo de batalla bipolar, donde los
ganadores y perdedores son succionados desde la sombra hacia el ojo del
espectador, bajo el abanico cromático a tiempos irreverente de esa luz que se
escapa de sus escenas como un alma en ascenso.
Hablan de la pequeña gran historia de su país y de su entorno pero él ha
tenido el tacto de abordar esa realidad a través de las vivencias individuales,
por eso investiga la razones subyacentes en el dolor de sus retratos y los
sitúa en un contexto cuyo trasfondo es, más que nada político, Maikel lo ha
dejado claro de la manera más sutil y refinada.
La connotación política
de parte importante de su trabajo discurre por los cauces del escepticismo y no
de la militancia o la adherencia ideológica, en parte porque le ha tocado vivir
el horror de una dictadura absoluta y porque en la búsqueda de un lenguaje
propio que articule convenientemente forma y contenido, ha comprendido que los
activismos terminan cercenando la mejor parte del espíritu creativo: la
libertad de cambiar de parecer.
Algunos de estos personajes
que viven en su obra son los olvidados en la multitud, los marginados. Los
tipos sin futuro. Lo que ha quedado del hombre
nuevo y el futuro luminoso.
La
sensualidad de sus figuras femeninas no se libra de esta marca terrible tampoco, por eso en algunos casos pareciera que la
luz les quema el rostro o les escupe con furia su resplandor omnipresente,
recordándoles que más allá de su desgracia y felicidad hay otras realidades
donde los paradigmas de amor y odio se confunden y se difuminan como sombras en
la noche.
En el universo creativo
de Maikel Benítez estos personajes arguyen desde ese umbral como si fueran una
bisagra entre dos mundos. Él se los ha robado al azar y los ha estampado en el
lienzo sin consentimiento de nadie, justo como debe hacerse cuando se ha vivido
en carne propia el desgarro de una nación que anda dispersa por tierras donde los
demás no comprenden su tristeza. Es una especie de reedición de la vieja batalla
entre la luz y la sombra, entre los polos complementarios que contienden con
fiereza en cada trazo suyo, como ya sabemos que les ha ocurrido siempre a los
artistas de verdad.
Cabría preguntarse cuánto
tiempo más podrá sobrevivir la obra de Maikel a esta violenta yuxtaposición
entre lo maravilloso y lo terrible; tengo la certeza de que estas dos fuerzas
que polarizan sus sorprendentes creaciones lejos de violentar su proceso
creativo le confiere madurez y dinamismo. Quizá es por eso que el espectador
queda irremediablemente seducido ante sus cuadros, porque intuye algo que el
descubrió hace ya mucho tiempo y que no dice nunca en voz alta, sino que lo
desliza en su obra como un mantra invariable, una verdad sólida y profunda:
Solo desde las antípodas de la propia luz, se puede comprender su condición y
su belleza.
Monterrey,
México
2020
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